Por cuenta del creciente mercado interno de las drogas –a propósito: mientras dentro y fuera del país el Gobierno insiste en sus propuestas de despenalización, ¿qué ha pasado con las políticas de prevención del consumo, que parecen no merecer ni un tuit presidencial?–, en las principales capitales del país, pero también en decenas de pueblos en los que antes no pasaba nunca nada, se están viviendo niveles de violencia que necesitan estrategias de contención de choque.En todos los medios vemos a diario que las condiciones para la vida de miles de colombianos de regiones como El Plateado o el Catatumbo las imponen los grupos armados. Allí asesinan sin reato alguno, pero también les imponen a los habitantes sus normas, que regulan desde cómo vestir y el consumo de alcohol y de drogas hasta castigos físicos o trabajos comunitarios por la menor infracción. La economía imperante es la de la ilegalidad, empezando por el narcotráfico. Y cualquier contacto con la autoridad o con personas que no hayan sido autorizadas por el grupo violento imperante tiene como consecuencia la muerte o el destierro.Procesamiento de la coca en un laboratorio artesanal. Foto:Juan Pablo Rueda, enviado especial de EL TIEMPOEsa realidad, que probablemente les suene inconcebible a los habitantes de Bogotá, se vive en muchos barrios de la ciudad, empezando por el tristemente famoso San Bernardo, apenas a cinco cuadras largas del Palacio de Nariño y la Alcaldía de Bogotá.Cinco muertos y decenas de heridos en tres ataques con granadas de fragmentación –un arma de guerra que se consigue sin muchas dificultades en el mercado negro de cualquier ciudad colombiana– son un saldo que seguro ha sorprendido e incluso indignado a miles de capitalinos, pero para las 500 o 600 familias de ese barrio que alguna vez fue de los mejores de la ciudad solo refuerzan un mensaje: que allí no manda el Estado sino los narcos del momento, llámense ‘costeños’, ‘venecos’ o ‘ganchos’ de la antigua calle del Bronx.60 uniformados de la Policía se tomaron el barrio San Bernardo en un operativo de vigilancia. Foto:Secretaría de SeguridadEn San Bernardo, como en El Plateado, el libre tránsito de cualquier colombiano es un canto a la bandera. Allí la economía gira toda alrededor del microtráfico y de otros negocios apenas menos rentables para las mafias, como el robo de carros y autopartes y la explotación sexual. La Policía hace la presencia apenas necesaria para que las cosas no se desborden más allá de los límites ‘tolerables’ de violencia, y lo que todos los que conocen esas calles atestadas de gente a toda hora parecen dar por cierto es que las cosas no van a cambiar y que ellos y sus familias están condenados a vivir en el inframundo de la gran capital.Como con el Catatumbo y con El Plateado, el Estado tiene con los miles de habitantes de estos barrios –San Bernardo, El Amparo y Santa Fe en Bogotá, El Calvario en Cali, barrio Antioquia en Medellín, y centenares más en todo el país– la deuda de aparecer no solo cuando hay muertos.El caserío de El Plateado, en Argelia, Cauca. Foto:Juan Pablo Rueda, enviado especial de EL TIEMPOLa existencia de ‘clústeres’ criminales tolerados por el poder en las grandes ciudades está bien documentada. La teoría dice que concentrar la violencia y el crimen en unas pocas zonas, con unas altas dosis de cinismo e indiferencia oficial, puede ser una salida eficiente para evitar la aspersión de esos fenómenos delincuenciales, con los consiguientes costos sociales –y los políticos para los gobernantes de turno–.Entendiendo las enormes dificultades que enfrentan, mucho más en un momento en el que no tienen el respaldo del Gobierno central, los alcaldes de las grandes capitales, y sus jefes de Policía, tienen el deber de hacer más. En ningún pedazo del territorio nacional, pero menos en pleno centro de una ciudad como Bogotá, puede haber santuarios criminales que se consideren intocables.JHON TORRESEditor de EL TIEMPOEn X: @JhonTorresETMás noticias de Justicia:

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